DE REYES QUE NUNCA SE FUERON
Tal día como hoy hace 82 años llegaba a este rincón de la galaxia un tipo llamado Elvis Aaron Presley que estaba destinado a cambiar para siempre la cultura musical del planeta Tierra.
El advenimiento se produjo en una barriada de Tupelo, un pueblecito del Mississippi rural, aunque pronto se mudó con su familia a Memphis, Tennessee. Cuenta la leyenda que el joven camionero apareció un buen día en los estudios de la Sun Records con la intención de grabar un par de canciones para regalárselas a su madre en su cumpleaños. Desde entonces nada volvería a ser igual. Sam Phillips, productor del mítico sello discográfico que desde ese momento quedaría unido para siempre al rock´n´roll, alucinó con ese chico blanco con voz de terciopelo que cantaba como un negro y desprendía una energía y un magnetismo únicos.
That´s All Right Mamma fué el Big Bang de un estilo musical y actitudinal que suponía una ostia en la cara a las grandes orquestas que hasta ese momento tenían secuestrada la música, un escupitajo en la sopa de aquellos crooners estirados que caminaban entre las multitudes con cuidado de no ser rozados y flotando a dos palmos del suelo. De repente la música era algo visceral que salía directamente desde las tripas. Había llegado el rock, y estaba aquí para quedarse.
Después vinieron los pelos largos, la distorsión, el sexo y las drogas, Hendrix, Woodstock, el Whole Lotta Love, el punk, los Beatles y los Stones, los Cramps y los Meteors, el rock sinfónico, el surf rock, el sonido Seattle, los pantalones de pitillo, Mercury, Cobain, los hermanos Gallagher tirando un televisor por la ventana de un hotel, y todo un universo de iconos y símbolos que nunca hubieran sido posibles de no ser porque un muchacho de Memphis, Tennessee, decidió un buen día coger una guitarra y romper con lo establecido.
Elvis sigue vivo, que nadie tenga el menor asomo de duda. Vive en cada ampli comprado de cuarta mano que suena a las 3 de la mañana en un bloque de pisos del extrarradio, en cada pistonazo del motor monocilíndrico de cuatro tiempos de mi Royal Enfield, o en la chaqueta de leopardo de tu vecino el raro. Estaba allí cuando cada lunes de mi infancia tenía que soportar las burlas de todos mis compañeros de clase porque incomprensiblemente me empeñaba en seguir a un equipo que contaba los partidos por derrotas, y también cuando Godín cabeceó a la red un balón en una tarde mágica en la que descubrimos que 1.000 derrotas bien valen una victoria. Elvis es el primero en ocupar su asiento y el último en abandonarlo las noches en las que el Calderón se viste con sus mejores galas para mirar a la cara a los equipos con mayor presupuesto del viejo continente. Elvis está vivo, y no importa la oferta que le hagan, porque nunca jugará para los poderosos.
Por eso no le echamos de menos: porque nunca se fué. Siempre ha estado ahí, ejerciendo de contrapeso en un mundo podrido en el que ser distinto es una seña de identidad. Cuando todo vaya mal abran su bote de cera para el pelo favorito, saquen del armario aquella chaqueta que les hace diferentes, cálcense sus mejores zapatos, sitúense delante del espejo y diganle a la persona que tienen enfrente: El Rey vive, y se siente orgulloso de tí. Veran como entonces todo cobra sentido...
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